Apenas podía apreciarse el color de las paredes, los lienzos las envolvían de tal manera, que era prácticamente   imposible ver un atisbo de ella, aunque alzando la vista al techo, se podía apreciar lo que en un tiempo había sido un color aguamarina dejando ahora paso a un ennegrecido turquesa, la humedad y el humo de los cigarrillos se habían encargado de oscurecer la estancia. Las paredes en sí no existían , formaban un enorme lienzo infinito, eran un regalo a los ojos de cualquiera, el arte rebosaba por doquier, en el suelo paletas llenas de colores, y docenas de pinceles de todos los tamaños se agolpaban abarrotadamente  en botes de pintura vacíos … pintados estaban todos los te quiero, los te echo de menos que nunca pronunciaba, pintados  estaban los abrazos,  los besos,  las caricias que nunca daba…  en esas cuatro  paredes,   mientras  los cuadros se apilaban en el suelo…los sentimientos seguían intactos, inmaculados, sin destinatario, sin billete de vuelta, como una procesión…perfecta.


Hugo era pintor y vivía en una pequeña habitación en una planta baja de la calle Somoza. Estaba provista de un gran ventanal, aunque la ventana era un mero objeto decorativo ya que siempre permanecía  cerrada al exterior, era su refugio , su mundo , un mundo paralelo al que transcurría fuera de esas cuatro paredes, ahí dentro , el tiempo se detenía , no había cómo medir el tiempo , sólo un pequeño reloj de arena ahora ya vacío se asomaba en una esquina ,  fue un regalo de la señora María a cambio de una primavera inmortalizada que Hugo le regaló, pero un día observándolo se dio cuenta que ese reloj era el modo más perfecto para describir la sensación de que el tiempo se le escapaba de las manos, era como intentar coger agua con el puño, o intentar enjaular el aire…todavía era más frustrante cuando pasaba lento…se dio cuenta de que esa sensación de desasosiego no le dejaba avanzar y decidió que el tiempo en su mundo quedara inerte. Pensaba… a veces pensaba que si abría la ventana corría el riesgo de que todo se desbaratara, de que la inspiración y los sentimientos se escaparan… él mismo había hecho de su mundo su prisión.
No sabía qué hora era, pero no debían ser más de las siete de la mañana, los relojes hacía mucho que dejaron de ser su fetiche favorito… después de su aseo diario , empezó su ritual: abrió la tapa del frasco de cristal …acercó su nariz … e inspiró profundamente el aroma que de allí se escapaba, como si de la última bocanada de aire se tratara …el aroma a café penetraba por sus fosas nasales , hasta sus pulmones…en ese momento desaparecía cualquier otra esencia que impregnara la estancia , el olor a tabaco , disolventes , óleos y humedad pasaban a un segundo plano..el café inundaba todo…era la fragancia de su niñez , sentía cómo llegaba hasta su cerebro y en ese momento regresaba a su infancia, por unos segundos volvía a tener diez años cuando su madre preparaba cada día el café de la misma manera, él siempre la observaba minuciosamente, cada gesto, cada detalle, cómo ponía el mantel de cuadritos de Vichy perfectamente planchado, preparaba las tostadas con mermelada de arándanos y varios sabores que nunca lograba descifrar.. cómo molía los granos en un molinillo heredado de su abuela, y luego el café humeante saliendo de la cafetera… los movimientos eran pausados, lentos, cuidadosos, metódicos, sutiles, era un verdadero ritual, la observaba sentado en la mesa de la cocina mientras ella preparaba el desayuno para todos con una extrema dulzura, pero aparte de ese instante no le gustaba recordar su infancia, cuando su mente volaba más allá del aroma del café, del desayuno de antes de ir al colegio, ladeaba la cabeza y volvía a la realidad, a su mundo de ahora , a sus cuadros, a su ventana hermética, a los sentimientos impregnados en cada lienzo, pensar en su infancia le seguía doliendo demasiado….

 

Después del desayuno se sentó delante de un lienzo casi amarillento, pero su mente estaba en blanco, llevaba varios días así, pasaba horas y horas mirando el lienzo que se volvía infinito, con la mirada fija, como un quietista al que nadie contempla, como adormecido o hipnotizado, fijaba sus ojos… pero no brotaba ninguna idea, miraba dentro de sí … no veía nada, pensó que ya no le quedaban fundamentos para pintar, y si no le quedaban motivos para pintar… menos aún para vivir. Levantó la vista del lienzo y observó la ventana, firme, desafiante, como retándole a un pulso, siempre cerrada a su mundo, no recordaba cual fue la última vez que había dejado que la luz del día penetrara por ella, que los rayos del sol rozaran su cara, y cegaran sus ojos, que el aire fresco se mezclara con los sentimientos, que todo se arremolinara hasta su corazón, ni siquiera recordaba si eso había sucedido alguna vez.