Laberinto de calles angostas y empinadas, casas azul piscina o blanco cegador. Insinuantes telas rojo carmesí tras oscuras y translúcidas cortinas marineras.
El cielo tenía unos extraños matices verdeamarillentos como sacados de algún lienzo daliniano . Los resecos árboles centenarios, cuyas ramas semejaban dedos de vieja bordeaban el vetusto parque del pueblo estampando sus sombras en las enfermizas fachadas de las casas.
Aromas densos. Vaharadas de pescado, carne, bálsamos, orín. Olores penetrantes, de esos que se introducen en todos tus poros e invaden de tal manera tus neuronas que durante un largo tiempo se pierde la capacidad de distinción y quedas esclavo del hedor.
El fuerte sol se filtra en rayos afilados entre los salientes de las casas. Los contrastes fatigan la sensibilidad de Demetrio. Se introduce en una zumería en donde bebe un extraño mejunje. Cruza la gran plaza , es demasiado temprano, apenas cuatro moros en cuclillas sobre alfombras vendiendo los últimos pero falsos Top Hits de Operación Triunfo, con un ojo puesto sobre los CDS y otro en los alrededores . Por sus rostros somnolientos, no se sabe si son madrugadores o insomnes.
Encuentra habitación en la plaza en el segundo piso del hotel. A las ocho de la tarde le despierta un murmullo de músicas árabes y armenias, melodías aderezadas con voces desgarradoras a medio camino entre el éxtasis y el dolor. La llamada a la oración de las campanas invade la mezcolanza de sonidos.

Se sumerge en el lago humano. Opina que la invasión de inmigrantes quita la identidad a los pueblos. Un vendedor le agarra de la mano. Demetrio muestra con descaro el desgarrón en el trasero de su pantalón, donde debería vivir su cartera.

Al salir de la muchedumbre tenía la sensación de pisar arenas movedizas. Todo lo que veía tenía en contra sus propios instintos .Tratando de no atolondrarse, tragaba saliva. Los extremos de sus dedos palpitando. Hay un coro de gente a su alrededor que le asfixia.
Examina la prisión humana que le rodea, buscando un rostro amable. Lo encuentra. El círculo se evapora y pierde de vista a la persona.
En un pequeño bar de una angosta calle le impresiona la presencia del ser que necesita en aquellos momentos. Está sentado detrás de un tablero de ajedrez con las fichas dispuestas. Se miran y el mosén le invita a iniciar la partida. Es una lección de ajedrez en la que cada movimiento va acompañado por frases del maestro, relativas al juego y que esconden un doble sentido. Una dialéctica quizás heredada de los sufis, primeros ajedrecistas.
Demetrio invita al sacerdote, y al pagar, el barman pasa el billete de cincuenta euros bajo la luz de un potente fluorescente, comprobando su autenticidad. Recoge el cambio y su amigo el clérigo se lo sustrae de las manos abandonando todo interés por la partida. Uno a uno sitúa las monedas y billetes entre sus hundidos y castaños ojos ante la mirada perdida de Demetrio.
– Esto para moscatel y lo que sobre para los pobres. Hijo, hay que pensar en los demás, ahí se encuentra la verdadera grandeza humana,-comenta guardándose el dinero en un disimulado bolsillo de su sotana…